Santo Cristo del Socorro
Imagen que aún no se procesiona aunque lleva una pequeña representación de nazarenos en la sección de Jesús de Medinaceli, forma parte del Título de esta Cofradía desde la Erección Canónica. La Imagen del Santo Cristo del Socorro representa a Cristo muerto crucificado después de expirar, según se narra en el capítulo XV, versículos 37 al 39 del Evangelio de San Marcos: “Jesús, dando un grito, expiró y al mismo tiempo el velo del Templo se rasgó en dos partes y el centurión que estaba allí, viendo que había expirado, con clamor dijo: verdaderamente este hombre era Hijo de Dios”. La advocación del Cristo del Socorro es recogida con el fin de recuperar el nombre de la extinguida Cofradía fundada en Málaga en el siglo XVIII cuya Imagen se veneraba en la capilla callejera que existe al final de la calle de Parras en el Molinillo.
Con respecto al Santo Cristo del Socorro se ha tenido que buscar bibliografía debido a su gran importancia por sus antecedentes cofradieros y para ello tenemos que dar las gracias más efusivas desde este contenido a D. José Maria de las Peñas Alabarce[1] que nos ha facilitado la bibliografía correspondiente desde las fuentes importantes del historiador malagueño D. José Jiménez Guerrero a los que hacemos referencia en la bibliografía de esta historia de nuestra Cofradía y de sus aledaños recorriendo sus ancestros más importantes.
En el principio. La primera noticia de la hermandad la ofrece Díaz de Escovar cuando en una nota manuscrita señala que “entre otras existía en Málaga, desde el año 1776 la Hermandad del Cristo del Socorro, en la capilla que aún subsiste al final de la calle de Parras”. La relación que el historiador establece con la ubicación del Rosario del Cristo de la Expiración, de calle Ollerías, en la capilla, es inequívoca. Es, de hecho, la única nota escrita que ha aparecido hasta el momento, en la que remonta la fundación de la hermandad al momento del traslado del Rosario hasta la ermita.
Un auto notarial fechado en 1795, por el que se nombra patrono de la capilla a la Junta de Providencia de la ciudad, nos da la primera clave documentada acerca de las actividades y organización de la asociación que, aún sin estructura jurídica, laboraba a favor del culto establecido en la capilla.
El hecho que marca el inicio del asociacionismo es, precisamente, la devoción que arrastra la imagen cristífera y, de manera especial el reconocimiento de que “la Divina Omnipotencia se manifestaba ampliamente en conceder frecuentes mercedes y beneficios a los que le dedicaban culto y pedían por medio de él y su intercesión”. Esta circunstancia motivó la ampliación de la estructura inicial de la Ermita. Las obras fueron subvencionadas exclusivamente con las limosnas de la gente del entorno. Este hecho muestra la diferenciación existente entre la edificación de las iglesias o parroquias y las construcciones que surgen espontáneamente en zonas concretas de la ciudad, en torno a una devoción específica y que, en todo caso, son alzadas gracias a los habitantes del entorno, a aquellos que están interesados en ubicar en un edificio el símbolo o imagen de su devoción.
Por lo tanto, se debe entender que en los inicios no debió de existir la hermandad tal y como se suele concebir, es decir, con unos estatutos, unos cargos directivos y unas misiones perfectamente reguladas y con un reconocimiento legal. De hecho, no aparece reflejada como Hermandad instituida en la Contribución General de 1795.
Se estima que se debe considerar como una asociación de personas, habitantes de las inmediaciones de la capilla y que tenían como fin primordial el mantenimiento del culto, la ampliación del espacio físico de la capilla, así como la organización y celebración del novenario que se realizaba en ella, con la fiesta paralela, que, como se ha señalado, se efectuaba cada año en las inmediaciones, en el barrio de Capuchinos, en torno a la festividad de la Santa Cruz, en los primeros días del mes de mayo. Los fondos económicos necesarios para afrontar los gastos se recolectaban entre las limosnas y aportaciones que ofrecían las personas que residían en el entorno.
La relación entre lo devocional y lo festivo quedaría enlazada por unas personas encargadas de ambas misiones teniendo como centro y eje, como motivo fundamental y exclusivo de ambas parcelas de la celebración la que ellos mismos denominan “capilla que nombran del Santo Cristo del Socorro y por otro título de la Cruz del Molinillo”
La estructura organizativa era muy simple. Cada año se elegían a cuatro o seis personas, habitantes en el barrio e inmediaciones de la capilla. “de ejercicio de campo y artesanos”, a las que otorgaban el título de “mayordomos”, con la misión de mantener el culto y celebrar la fiesta. Sin embargo, las dificultades inherentes a esta misión, dado que no existía una estructura jurídica y unos fondos económicos previos, conllevaron a que se considerase la necesidad de nombrar un patrono que organizase, de mejor manera, todo lo preciso con la realización de los actos y con el mantenimiento de la ermita. De hecho, en el auto notarial se especifica que la función anual al novenario se llevaba a efecto con concierto y adorno de la Santa Cruz “en más o menos grado según la limosna que se junta en el vecindario sin que en ello haya intervenido el señor Juez Eclesiástico, ni Real, más que con la tácita condescendencia en el explicado culto que rinde el amor de los fieles a su Criador”. Es decir, que los gastos corrían a cargo de ellos.
En 1795 los mayordomos Salvador de Molina, Antonio Colmenares, Pedro Galán, José Granados, Antonio de Mérida y José Palomo, propusieron a los componentes de la Junta de Providencia de Málaga como patrono, confiriéndoles todas las facultades que en derecho le fuesen necesarias.
Como se ha afirmado anteriormente, en estos años se produjeron desavenencias entre los que integraban la asociación realizándose una separación de hecho. Crónicas de la época se refieren a los disidentes como de un número elevado, que estuvo a punto de disolver la entidad. Este grupo edificó la capilla de la Cruz de la Victoria, de la calle de Agua, institucionalizando la hermandad del Cristo de la Expiración. La del Cristo del Socorro permaneció en la capilla del Molinillo, que fue abierta de nuevo al culto en septiembre del año 1800.
Una vez que la división fue un hecho, la primera, y hasta hoy única actuación documentada de la corporación, además de la iniciativa de la construcción del camarín, la constituyó la firma de un auto notarial el 22 de diciembre de 1803, por medio del que los denominados “mayordomos del Santísimo Cristo del Socorro”, José de Campos, don Manuel de Cueto, don Miguel Padilla y don Miguel Granados acuerdan las condiciones contractuales con el tallista Diego Suárez, a quien se le encargaba la realización de la “Santa Cruz del Molinillo”. La obra se tasó en 2.500 reales pagaderos en tres plazos: en la Navidad de 1803, 833 reales; el primero de febrero de 1804 otra cantidad igual, y el 1 de mayo, cuando se les entregase la Cruz, los restantes 834. El objetivo era procesionarla en la festividad de la Santa Cruz, 3 de mayo, del año 1804.
La excepcional importancia de esta pieza documental no sólo estriba en el hecho de que nos permite conocer la peculiar y extraña iconografía de dicha cruz, sino también en que ratifica la permanencia del grupo devocional primigenio en la capilla del Molinillo.
La estructura primordial de la cruz se articulaba en torno a la realización de águila, sobre la que se adosarían todos los adornos. El remate lo compondría una corona conformada por piezas plateadas y rematada por unas flores. En el centro del águila se ubicaría el Santísimo Cristo. No faltaba la adición de ángeles portadores de atributos pasionistas y de flores, así como de numerosas colgaduras y elementos varios. La cola y alas del águila se componían de plumas de colores variados y pobladas de flores. Se tenía especial cuidado en que éstas quedasen ocultas y que estuviesen realizadas en papel, pero “tan bien trabajadas que han de parecer de lienzo”. En la peana se situaban tres misterios. A los pies de la Cruz, una Dolorosa. Unas campanillas adosadas entre la cabeza del águila y la corona constituían el elemento sonoro que avisaba de la inminente llegada de esta pieza que, por su estructura, se antoja como una Cruz de Mayo itinerante.
La del Cristo del Socorro fue una imagen tenida por milagrosa, a la que se le atribuía, a nivel popular, la concesión de no pocas gracias. Entre los habitantes del entorno se narraban las más diversas “historias” acerca de la intercesión del Crucificado en los más variados asuntos. Como ha sucedido en otros lugares y en épocas diversas, se establecía una intervención divina en temas cotidianos.
La institucionalización de la fraternidad.
El primer documento localizado que acredita la existencia de una congregación instituida como tal en la capilla del Molinillo se fecha el 1 de julio de 1826. Se trata del “Reglamento de la Hermandad del Santo Cristo del Socorro”, que fue aprobado el día 109 de julio de 1826 por el obispo malacitano fray Manuel Martínez Ferro. En aquel año la ermita pertenecía a la demarcación parroquial de los Santos Mártires. Será a partir de erigirse la parroquia de la Santa Cruz y San Felipe Neri, lo que sucede el 1 de agosto de 1841, cuando se integre a su collación.
El análisis de esta pieza documental delata que la asociación que se instituye en torno al Cristo del Socorro no se conformaba como una hermandad pasionista al uso, es decir, no tenía como uno de sus fines primordiales la realización de una procesión dentro del ciclo semana santero. No era una hermandad de número cerrado, ya que en ella se podía integrar todas las personas, hombres y mujeres, por sí solas o en matrimonio, padre e hijos, etc., que así lo solicitaran, con tal de que reunieran unos requisitos y se comprometieran al pago de dos cuartos cada semana. Las exigencias que se requerían para poder ingresar se basaban en “ser cristianos religiosos” y tener una “buena conducta”. Del mismo modo, se establecía una edad máxima para poder ingresar: 55 años. Tampoco se admitía a quien, teniendo menos edad, se hallase enfermo en el momento de solicitar su ingreso en la hermandad. Esta manda, reseñada en el 2º capítulo, de los 19 de los que consta el Reglamento, se establecía en aras de evitar los gastos que suponía la muerte de alguno de los componentes de la asociación, entre los que no se incluían los derivados del sepelio. No se constata que la hermandad se ocupara del enterramiento de sus componentes, eran los inicios. Este hecho, varió sustancialmente en las décadas siguientes. Sí se encargaban del auxilio espiritual con la administración del Santo Viático, que era acompañado por 12 congregantes portadores de igual número de cirios.
La fraternidad se comprometía, en caso de fallecimiento, a aplicar doce misas rezadas por el alma del difunto. Llama la atención el hecho de que la entidad aspirara a que se elevase el número de cirios y misas, cuando los fondos económicos lo permitieran o aumentara el número de hermanos.
La dirección de la asociación se estructuraba en torno a siete personas: un hermano mayor, nombrado por dos años, dos albaceas (encargados de la asistencia de la aplicación del viático y misas, así como de la recolecta de las luminarias) y cuatro mayordomos, elegidos por un año. La inexistencia de otros cargos clásicos de las estructuras organizativas cofrades de la época delatan lo incipiente de la organización, así como el aún escaso número de sus componentes y lo ilimitado de su actuación.
Una de las principales preocupaciones que laten en el articulado del reglamento es la referente a la cuestión económica, lo que significaba el mantenimiento y pervivencia de la fraternidad. Y no solamente por el hecho de que se especifique, de manera categórica, el control de entradas y salidas en los correspondientes libros y su custodia en el arca, sino también por las consecuencias que tenía el impago de cuotas (la baja en la nómina, salvo casos de pobreza manifiesta), así como por el interés manifiesto en separar las partidas económicas que se conseguían, bien por los afiliados, bien por las limosnas en la capilla o durante la procesión.
San Mateo 27:54
En este sentido, se especifica que lo recaudado por la fraternidad con las luminarias semanales se dedicaría al pago de los cirios o a misas por sus componentes. Sólo en casos excepcionales y previa autorización del hermano mayor, se podría destinar a alguna necesidad de la capilla. De hecho, lo recolectado en el espacio sacro se destinaba a subvencionar el gasto de aceite, de los cirios, así como el adorno de la cruz para la procesión que, cada mes de mayo, se realizaba.
Esta circunstancia evidencia una separación real entre la congregación y la capilla, pero sólo lo era en lo referente al destino que se le daba a los fondos según como se obtenían, ya que su custodia, su mantenimiento y la celebración de cultos era misión de la sociedad religiosa. De hecho, los mayordomos estaban obligados a asistir por turno a la capilla cuando estaba abierta “y con particularidad en los días de feria para recoger las limosnas de los fieles”.
Otra de las misiones era la relacionada con los actos de culto que se celebraban durante la Semana Santa y en el mes de mayo. En la noche del Jueves Santo se predicaba en la capilla el Sermón de la Pasión. En el mes de mayo salía en procesión la Santa Cruz. En su transcurso se pedía limosna con los cepos, lo que se le encomendaba a aquellos componentes de la fraternidad que el hermano mayor consideraba idóneos “por su buena educación, conducta arreglada, despejo, viveza y genio más propios para mover la voluntad de los fieles y recoger una crecida limosna”.
Una hermandad de enterramiento.
La vida corporativa de la congregación del Cristo del Socorro de las décadas de los años treinta y cuarenta del siglo XIX es prácticamente desconocida. Sus misiones y actividades debieron de desarrollarse siguiendo por principios reseñados para el periodo inmediatamente anterior.
Es conocida la circunstancia de que una de las actividades seguidas y potenciadas por determinadas cofradías pasionistas era la relacionada con la oferta de enterramiento que hacía a sus integrantes. Efectivamente, las particularidades que tiene la fraternidad creada en torno a la devoción al Cristo del Socorro no aspiran, en primer momento, a poseer terrenos en los que labrar sus nichos en el nuevo cementerio de San Miguel de la capital malagueña. Tal vez los motivos más trascendentes se enmarquen en el hecho de que no era conocida como una fraternidad al uso, de que carecía de la infraestructura organizativa necesaria y, al mismo tiempo, que en su reglamento no se contemplaba esta posibilidad. La hermandad del Socorro no aparece en las listas de hermandades propietarias o constructoras de nichos, correspondientes a los años 1822, 1831 o 1833.
Ciertamente, no se debe aislar esta circunstancia del hecho de que en la época de referencia, algunas hermandades prácticamente cesaron sus actividades, mientras que otras vieron peligrar incluso su existencia. La desamortización y la exclaustración de mediados de la década de los treinta de la centuria decimonónica afectaron plenamente a algunas fraternidades. Del mismo modo, se detecta una crisis de tipo económico, lo que conllevó una disminución de procesiones y, en menor medida, de cultos realizados en el interior de los templos.
Fue precisamente el tema de los enterramientos el que consiguió ampliar la nómina de hermanos de aquellas cofradías que se consiguieron edificar en el camposanto. Del mismo modo, la implicación de capas de la sociedad que tradicionalmente no habían estado relacionadas con las asociaciones cofrades, logrará dar un impulso que se hace más evidente a partir de la década de los cincuenta. En las cofradías se integran elementos pertenecientes a la burguesía y a la clase mercantil de la ciudad.
Sin embargo, en lo referente a la cofradía del Santo Cristo del Socorro, esta dinámica se va a fracturar en el segundo tercio de siglo. A partir de entonces ofrecerá a sus integrantes la posibilidad de ser enterrados.
La Cofradía del Cristo del Socorro aparece reflejada en el libro correspondiente a los años 1844-1855 como propietaria de un total de 24 nichos, comprendidos entre los número 1.425 y 1.448, cuadro 1º, lado de levante en el camposanto de San Miguel. Del mismo modo, el primero de los enterramientos que realiza, según se señala en la correspondiente estadística, se fecha el 15 de marzo de 1836. También se refleja que en el año 1845 sólo había ocupados un total de 5 nichos.
El 16 de enero de 1853, siendo hermano mayor José María de Ligar y Arana, el secretario de la ahora autodenominada “Hermandad de Nuestro Padre Jesús Crucificado de Socorro”, Francisco Jurado, remite al Ayuntamiento la lista de hermanos de la entidad. A partir de esa fecha expide numerosos oficios, dirigidos a la Comisión de Enterramiento General de la ciudad, en los que da cuenta, de forma periódica y pormenorizada, de las altas y bajas habidas. Ya en 1837, la comisión del ramo pedía a las cofradías que “tenían propiedad en el edificio del camposanto” que enviasen nuevas las listas de sus componentes “por razón de antigüedad que tienen las que existen y las alteraciones que han tenido las más de ellas”.
Esta circunstancia delata el control que, desde el ente municipal, se llevaba a cabo con la nómina de integrantes de las fraternidades, para que las cofradías sólo enterrasen a sus componentes. Esta práctica se realizaba a tenor de lo dispuesto en el correspondiente Reglamento para el Cementerio de San Miguel, elaborado por el ayuntamiento en plena década moderada del reinado del Isabel II, en 1848, y que en su artículo 11 disponía que “en esta mesa se conservarán las relaciones nominales autorizadas de las Hermandades que tienen nichos propios en el Cementerio, a fin de que no se dé sepultura en estos a otros cadáveres, que a los inscriptos antes de su defunción”.
Del mismo modo, evidencia que fue en esa época cuando numerosas personas se integraron en la cofradía. La causa se relaciona más con el tema de buscar un enterramiento y una manera de que el cuerpo fuese conducido hasta el camposanto, amén de que se le aplicasen las misas, etc., que con el aspecto devocional.
¿Y por qué, precisamente, la cofradía del Socorro, cuando ya había en la ciudad una amplia oferta de asociaciones cofrades que brindaban esta posibilidad? La causa se debe relacionar con la ubicación espacial. A la cofradía se unieron, fundamentalmente, los habitantes del barrio de Capuchinos y zona del Molinillo, unas personas en cuyo espacio de residencia no había existido fraternidad alguna que ofreciera esta posibilidad. También, el sentido de pertenencia a un colectivo, ámbito o grupo definido, que se unía en torno a un símbolo o a una imagen sacra, funcionaba ahora como elemento aglutinador en el enfrentamiento personal ante los últimos momentos de la vida. La cofradía del barrio también, como sucedía en otras zonas de la ciudad, se ocupaba del enterramiento de sus integrantes. Como afirma Agulhon, se permite perpetuar la dimensión espacial de la sociabilidad, ya que, en este caso, los habitantes de una zona concreta continúan compartiendo un espacio común después de la muerte, el que le ofrece la hermandad.
La existencia de una documentación, aunque fragmentada, permite reconstruir con un alto grado de fiabilidad la composición numérica de la hermandad, consolidando la idea de que las fraternidades malagueñas sufren periodos de altibajos de relevancia en la centuria decimonónica.
Tal vez uno de los aspectos más relevantes del estudio de las listas de componentes, que variaban en su cuantía en cortos periodos temporales, sea el hecho de que la mayoría de ellos sean mujeres. Mas esta circunstancia no debe desviar la atención de lo trascendente: en ningún caso aparece una mujer formando parte de las juntas directivas o con cargos de responsabilidad dentro de la asociación eran miembros de número, con pago de luminarias y, por lo tanto, interesaba, desde el punto de vista económico de la asociación, que pertenecieran a ella. Esto no es, en sí, algo exclusivo de esta cofradía, ya que los estudios realizados en cuanto a la composición de otras hermandades desvelan una situación semejante.
En 1853, se integraban en la fraternidad del Cristo del Socorro 232 miembros, cifra que disminuye en 1863 hasta los 175. Sin duda, la gran fractura se produjo en los años del sexenio revolucionario (1868-1874), ya que en 1875 sólo componían la hermandad un total de 49 personas.
En cuanto a su composición genérica, se puede concretar que en 1853 las mujeres componían el 53 % de la nómina de hermanos; en 1863, el 53,71 %, porcentaje que en 1875 alcanza el 63 %. Las causas se relacionan con la posibilidad de ingreso de la mujer sola o asociada al marido, padre o hermano.
La cuantía numérica de los componentes de las Hermandad del Socorro se sitúa, en términos generales, en la media de la que poseían otras hermandades de Málaga en la época de referencia. La cifra se situaría en torno a los 200, todo ello teniendo en cuenta que no se trataba de una hermandad procesional.
Con los datos que aportan los listados (sólo el nombre, ni siquiera el domicilio), resulta prácticamente imposible realizar un estudio acerca de su composición sociológica o laboral; sin embargo, la ubicación de la fraternidad en una capilla callejera de un barrio concreto, así como la ausencia entre los nombres de algunos de los conocidos por su actividad mercantil o industrial en la Málaga de la época, induce a considerar que los componentes debieron de ser, en su mayoría, vecinos de la zona de Capuchinos y Molinillo.
Sánchez Rodríguez afirmó que a la cofradía del Socorro pertenecían “no solo los vecinos acomodados del barrio sino también otros caballeros de posición y linaje, y llegó a tener gran boga en los primeros años de su fundación toda vez que, disponiendo de medios bastantes, repartía cuantiosas limosnas”. Lo cierto es que en su nómina de hermanos se detecta la inclusión de un personaje relevante de la Málaga de la época. Se trata del historiador Francisco Guillén Robles, que llegó a ostentar en 1874 el cargo de hermano mayor. Ingresó en la fraternidad junto con su esposa Trinidad Sotelo. Sus padres, Juan Guillén y Encarnación Robles, también pertenecían a la hermandad. El 8 de agosto de 1875 firma como tal la nómina de hermanos que Antonio del Castillo y Criado, en su calidad de secretario de la cofradía, lo remite al Ayuntamiento.
Las actividades de la cofradía continuaron con las características que la habían definido en épocas anteriores. Paralelamente a su auge, se detecta, en cuanto a su aumento de nómina de componentes, la continuidad de actos religiosos y festivos.
En este sentido, destacan las noticias que aporta la prensa de la época cuando cada mes de mayo refleja que la asociación cumplía la función religiosa a su titular. Sin embargo, hay un dato diferencial con la que se realizaba en las primeras décadas del siglo XIX. Ahora no se celebraba en la popular capilla, se hacía en la parroquia de la Santa Cruz y San Felipe Neri. Tal vez, en el trasfondo de este traslado se halle la necesidad de que el acto se celebrase en un lugar en el que se dispusiese de espacio suficiente para albergar a los asistentes. La función se llevaba a cabo normalmente el día 3 de mayo, aun cuando no faltaron años en los que se realizó el domingo inmediatamente posterior al día de la Santa Cruz. La Festividad no sólo se concretaba con la función religiosa al titular, a la que se invitaban a prestigiosos oradores, sino que también incluía la correspondiente función de estatutos.
Y, como había sido tradicional, junto a la celebración religiosa, estaba la festiva, circunstancia que se repetía en otros barrios de la ciudad. La prensa reitera que a primeros de mayo se celebraba feria en el Molinillo.
La labor de la hermandad en el último cuarto del siglo es desconocida. Hasta el momento presente no ha aparecido documentación relevante que permita reconstruir alguna circunstancia diferencial.
Sin embargo, la publicación de la ley de 30 de junio de 1877 sobre el derecho de asociación, y del Real Decreto de 19 de septiembre de 1901 que la regulaba, va a resultar decisiva para que, al menos, se pueda concretar que la vida corporativa de la hermandad continuaba.
El 7 de junio de 1902, el entonces hermano mayor, Antonio Escobar Zaragoza, remite una instancia al gobernador civil de la provincia a través de la que confirma la existencia de la hermandad y solicita que sea inscrita en el correspondiente registro de asociaciones. Para ello señala los nombres de las personas que componían la que denomina “directiva”, excusándose de no enviar, como era preceptivo, los estatutos “por estar pendientes de ritualidades eclesiásticas”. Finalmente fueron enviados el día 10.
Esta omisión desvela que la cofradía no poseía ejemplar de sus estatutos y que tuvieron que solicitar al obispado que les remitiese una copia de los que estaban vigentes, que no eran otros que los aprobados en 1826 y que ya se han analizado con anterioridad.
La presencia de Antonio Escobar como hermano mayor lleva a intuir que, en esa fecha, la Hermandad del Santísimo Cristo del Socorro, fuera reorganizada o revitalizada. Son varias las hipótesis que pueden avalar este aserto. Una de ellas sería que la remisión del oficio no se efectuase hasta 1902, a pesar de haber sido regulada en 1901, y ser de obligado cumplimiento a partir del año 1877. También resulta trascendente su nombramiento como hermano mayor, ya que había desempeñado el mismo cargo en la Cofradía de Nuestro Padre Jesús Crucificado de la Buena Muerte y Ánimas de la iglesia de Santo Domingo entre los años 1882 y 1902. Sería, pues, cuando cesó como hermano mayor de la cofradía perchelera y se incorporó como tal en la de la capilla del Molinillo, el momento en el que se reorganizaría o revitalizaría la hermandad que estamos historiando.
La vida corporativa continuó hasta al menos la segunda década del siglo XX. El 6 de febrero de 1916 se celebra un cabildo en el que se elige una nueva junta de gobierno, cuya composición no se ajusta a lo reglado en los estatutos de 1826. la llamada Junta Directiva estuvo formada por: hermano mayor, Antonio Sampelayo y Herrera; tesorero, José Anaya Herrera; contador-secretario, Enrique Cabrera; fiscal, Francisco Fernández; vocales 1º al 4º, Juan Fornés Laá, Antonio de Luna, José Fernández y Manuel Peralta; albacea 1º, Antonio de Salas y albacea 2ª, Francisco Cabrera.
Nueve días más tarde, el 15 de febrero, el nuevo hermano mayor solicita del Gobierno Civil la remisión de una copia de los estatutos de la hermandad por “haber sufrido extravío del ejemplar que obraba en nuestro poder”.
Desde esa fecha, se abre un nuevo periodo de silencio, ya que hasta el momento presente no se ha hallado documentación que permita analizar las situaciones particulares por las que atravesó esta fraternidad.
Información oral asevera que en alguna ocasión en la década de los años veinte, la imagen del Cristo del Socorro fue trasladada a la iglesia de la Santa Cruz y San Felipe Neri y que incluso se colocó en un altar acompañado por la Virgen de Servitas. De ello se conservaría testimonio gráfico y correspondería al que se refleja en la ilustración adjunta.
En 1949, Andrés Llordén trató de localizar la talla del Cristo del Socorro. Por información oral que recogió entre los vecinos del barrio, concretó que continuaba en la capilla una vez tapiada, oculta totalmente en la hornacina en la que se veneraba.
Fuentes: Jiménez Guerrero, J. Capillas y Cofradías desaparecidas de la Ciudad de Málaga. Editorial Arguval. ISBN-13:9788496912199.
Jose María de las Peñas Alabarce. Referencias orales sobre la Semana Santa malagueña y su iconografía desaparecida.
Consumado es. Y habiendo inclinado la cabeza, entregó el espíritu.